Caminaba lento, 
como si cargara con un peso enorme. 
Tenía las mejillas rojas, 
quemadas por el frío y el sol de altura. 
Avanzaba sola por una carretera olvidada. 
Tenía el pelo exageradamente largo; 
para ella, en él se depositaban sus sueños, 
sus pensamientos y sus recuerdos. 
Cuando se le caía un pelo, o dos, 
los guardaba en la faja de su falda, 
y seguía caminando, 
hasta que encontrara un espacio físico donde pudieran descansar.
A veces, ella se sentía sola, 
quizá realmente estaba sola. 
Cuando la conocí, 
nadie hablaba ya su idioma, 
nadie vivía ya su mundo, 
nadie danzaba ya con ella. 
A pesar de su soledad, 
que la torturaba a veces, 
tenía una verdad por compañía.
Y un rostro que si pudiera leerse,  
¡ay dios mío!, cuánto sabría el mundo.